En las horas oscuras
que van creciendo en nuestras vidas al igual que la noche se alarga en el invierno, en esas horas, a menudo, una imagen tenaz y hermosa me consuela. Regreso hasta una playa de otro tiempo, todavía cercano. Es un día precioso de final de septiembre, brilla el mar con su estructura lenta, sugestivo y exacto como un cuchillo. Quedan unos cuantos bañistas a esa hora dudosa de la tarde, y no estoy solo, un grupo de muchachas me acompaña; el sol dora sus cuerpos de diecisiete años, y es ya fresca la brisa, y en sus nucas la humedad reaviva el aroma a colonia. La tarde transcurre dulcemente, y las muchachas ríen, y me dan su alegría, aunque no amo a ninguna, y hay un aire de adiós en cada cosa: en el verano aquel, en los bañistas, en aquellas muchachas que desconozco hoy, y en la luz de la playa. Apuré aquel momento agradecido, al igual que se goza un hermoso regalo, en su dicha sereno, destinado a perderse tras la felicidad frecuente de esos años. Y ahora comprendo que en aquella tarde algo más que belleza se ocultaba, porque su luz me salva, muchas veces, en las horas oscuras. En las horas oscuras me consuela una imagen tenaz de la alegría. Y yo me pregunto por qué vuelve, y qué es lo que perdí en aquella playa. Vicente Gallego |
Tú eres canto de amor
bajo la piel traslúcida del día, circulación del alma en las vistosas alas de las formas terrestres, destello que delata, jubiloso, la condición solar de la materia. Tú has sembrado en la noche tu plateada flor iridiscente, y es la muerte por ti una perla negra. Tú eres alta embajada del subterráneo fruto, y está arriba tu sitio, en la fugaz superficie lograda de las cosas: brillo eterno del mundo, rocío del mirar enamorado. Vicente Gallego |